4am





Vuestra felicidad huele a cerrado...




Cuatro de la mañana en este bus sin nombre
y aún no sé decirte dónde pasó el error
la frontera del naufragio.

Las cuatro de la mañana fue la hora de nuestros encuentros,
de los robos consentidos,
fue el momento de romper mejillas
y hundirnos en los túneles más profundos de Madrid.

Fue el mejor momento para atarnos de manos
y acabar huyendo de las cicatrices que se acumulaban,
en x infinitas,
por las calles mojadas de besos.

Encontramos nuestras mandíbulas marcadas en cada esquina,
perfecta radiografía del momento en el que nos soltamos.

Las cuatro de la mañana
marcadas por el aire frío sin paracaídas
que se arriesgaba por segundos
a perder la batalla de tus labios.

Tierra de nadie.

Las barajas repartidas,
comienza mi guerra contigo.
Y me digo a mi misma lo mismo
que llevas cantando
desde que me viste venir.

Las balas se acaban,
la sangre esparcida.
Y me empiezo a reír de la vida
y de todas las noches
que esperé para verte salir.

Salir de tu coche,
de tu casa,
con tu gata,
del bar de la esquina.
Salir de tu novia,
de tu sombra,
de tu súper.
Salir.

Las cuatro de la mañana.
Aquella hora en que nos convertimos en superhéroes,
las paredes se inflaron a golpes
y los vecinos se asomaron a los balcones
porque ya no parábamos de reír.

Era la hora de hinchar globos,
montar fiestas en el jardín prohibido de la azotea,
vigilar las estrellas para que nos bailasen.
Solo a ti y a mí.

Cuatro de la mañana.
Aún no encuentro el momento
en que dejar una nota fue 
la coma del fallo del jurado más triste.

No encuentro los libros que enseñaban
a recoger el polvo de las libélulas más amargas
que jamás he conocido.

Cuatro de la mañana de la última noche.
Un triple seco mortal
que desmarcó la casilla de mi vida
de su declaración final de la renta.

Una última reunión en el último túnel
que apaga las luces al vernos salir.

Un último cristal que llora el reflejo de globos perdidos
vagando al compás errante de las agujas del reloj.

Unas últimas risas que enmarcan 
la perfecta foto de tu obligo en mi boca
a la cuatro de la mañana la última noche que celebramos 
bailando desnudos en pleno paseo de la Castellana,
sin querer que el frío nos congelara.

Cuatro de la mañana y aún no entiendo qué hicimos
para que las flores dejaran de crecer
en este invernadero que nos montamos
entre las sábanas que aún no he cambiado
porque siguen oliendo a ti.

Excusas





Con tus superpoderes
de chica escondida.
Con mis superamores
de amor en ayunas.
Así empezó,
así empezamos. – Siempre donde quieras, Diego Ojeda



He aprendido a vender tantas excusas 
como lágrimas comió el cocodrilo,
como tormentas deshizo el huracán
o como vidas se llevó la más indefensa ola 
de la playa más desierta.

He aprendido a vender almas
con tal de aguantar la mía 
muy amarrada dentro,
esperando el momento en que yo sola 
sepa dejar de pensarte,
dejar de pensar en lo nuestro,
en lo que nunca fui capaz de decirme a la cara,
en las mentiras que le lancé al espejo 
que me miraba sin culpa.

Porque es verdad, todo fue mentira.

Es verdad.

Mentira.

Piadosa para los que creen en las oportunidades,
como esas que nos dimos 
al empujar del tira de la puerta de entrada,
al salir por el prohibido 
del aparcamiento con más atasco,
esa que se da a las flores a punto de marchitar.

No sé si tú también lo supiste,
si lo tuyo también fue un intento de algo más.

No sé si las ganas de ese beso
que se quedó a las puertas
se mudaron de alcantarilla
o si, tal vez, lo único que vimos 
fue el reflejo de la necesidad
en las pupilas del otro.

No sé si ganamos la batalla retirándonos a tiempo
o si fueron necesarios más de dos enfrentamientos
para saber que esto 
no estaba escrito 
en los libros de historia.

Quizá esas mentiras piadosas 
borraron las huellas 
de todo lo que no habíamos dicho
y quizá esas chispas que vimos 
tan solo fueron las bombillas 
muriendo en un incendio abrasador.

Un incendio que arrasó hectáreas de desierto,
pero que nos dejó vivos
en medio de escombros llenos de dudas.

Un incendio que nos dejó sin palomitas,
con música de fondo
y mucho diálogo que improvisar.

Porque allí,
sentados en el sofá de lo que nunca habíamos planeado,
nos separaba un metro y medio de mentiras con sal.

Nunca supe si las excusas me las comprabas
o si regateabas en silencio.

Siempre fuiste buen mentiroso, 
actor de la mejor escuela,
pero mejor vendedor.

Nunca sabré si luego te las creías
o las tirabas por la ventana,
o si esa copa de vino que esperaba en la mesa
ya tenía marcas de un pintalabios anterior al mío.

Más apetitoso.

Menos yo.

Nunca nos preguntamos si esto tan nuestro
en realidad no era más que un castillo de naipes,
esperando a que viniera alguien
y se llevase su carta
y derrumbase nuestras vidas
y se llevase tu maleta de debajo de la cama.

Es mejor que nos olvidemos.
¿No crees?

Es mejor que las excusas 
se las empecemos a regalar a otros.

Pero cuando te vayas,
no te lleves tu cepillo
y deja el perfume sobre la repisa.
No te olvides de regar las plantas
y pásame la manta para que no tenga frío 
en verano, cuando ya no estés.

Cuando te vayas
olvídate de todo lo que te he dicho,
avanza por la calle
y date la vuelta,
como quien no quiere la cosa,
como si tu vida se quedara
en esa ventana entreabierta
a las 2 de la madrugada.

Date la vuelta.
Aunque no sea verdad.
Aunque la manta no caliente
y el perfume ya no huela a ti.

Date la vuelta.
Aunque las persianas abiertas 
solo te recuerden pesadillas.
Aunque las cortinas saluden al viento 
y te caiga polvo en los ojos.

Aunque mi cama se ahogue.

Aunque mi cuerpo se arrastre.

Date la vuelta.

Gírate y observa.
Mira por última vez.
Aunque todo lo que se quede aquí dentro 
solo hayan sido excusas y mentiras.

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